El día que Dave Grohl se enteró del suicidio de su amigo y compañero de banda en Nirvana, Kurt Cobain, más allá del impronunciable dolor, habrá sentido que llegaba al fin su carrera artística…

Niño prodigio multiinstrumentista, su incorporación al reformulado trío de Seattle no sólo fue un resorte fundamental para el Big Bang que produjo Nevermind, sino que convirtió a la banda misma en otra cosa, un objeto filoso inasimilable para el mercado, un sonido corpóreo hirviendo la sangre de los adolescentes de todo el mundo. Si dudan ahí tienen el (de todos modos notable) Bleach: es otra banda, otra intención. Pero el blend conformado entre él, Kurt y el irreemplazable productor Butch Vig (queremos mucho a Krist Novoselic, pero en fin…) terminaría por configurar la patada al mentón que necesitaba la industria musical para sacudirse el sopor pop de los ’80. Hoy nos parece insólito, pero Nevermind implicó que durante algo menos de diez años las radios y las cadenas televisivas (sí, en esa época existían) reprodujeran canciones que tuvieran, en su música y sus letras, temáticas angustiantes, rabiosas, existenciales: todo lo que se llamó Nación Alternativa, hasta que Britney, el crossover de Ricky Martin y las Spice Girls volvieran el riesgo a foja cero y decretaran la muerte del rock aún hasta hoy.

El paso de Grohl por Nirvana implicó mucha groupie, mucha resaca y mucho músculo para sostener su enorme talento. Y, cuando se encontraba en la cresta de la ola (había sido unánime el reconocimiento por su participación en el Unplugged de Nirvana, luciéndose en el minimalismo de las escobillas, en las armonías vocales, en la guitarra), el final del calvario de Cobain lo puso de cara a su destino: ¿qué haría a partir de entonces?

E hizo lo que sabía: música.

Se encerró, compuso y grabó él solo un disco al que llamó Foo Fighters. Luego trajo a Pat Smear (guitarrista de los último años en vivo de Nirvana) junto a otros dos músicos y convirtió ese disco en una banda. Faltarían aún un par de años para que llegara Taylor Hawkings (aquel otro baterista perfecto del cual presumía Alanis Morissette en la gira de su disco Jagged Little Pill) y quedara conformado el corazón espiritual del grupo. Pero Foo Fighters es un discazo por derecho propio. Si “This is a call” anticipaba el sonido rockero y melódico de futuras producciones, el segundo sencillo, “I’ll stick around”, era puro grunge nirvanero, y generó una polémica idiota de esas de las que nunca carece la prensa: ¿era el estribillo “I don’t owe you anything” un intento por despegarse de la figura de Kurt? ¿El asesinato simbólico del padre musical? Grohl amaba a Cobain, y aún afirma que no pasa un solo día sin pensar en él. Otra leyenda indica que la canción está dedicada a su viuda, Courtney Love, heredera de gran parte de los derechos de Cobain / Nirvana.

Entonces, ¿Foo Fighters es la evolución natural que hubiera tenido la música de Nirvana de continuar la banda activa? Jamás podremos saberlo, pero allí tenemos las pistas que dejó Kurt, su hermoso e inesperado Unplugged en Nueva York, el testamento final de un artista inmenso.

Lo cierto es que los Foo son una banda tan grande, nos han regalado tantos y tan hermosos discos, que finalmente Dave logró despegarse de la sombra de Nirvana y sentarse a la mesa de los más importantes de la historia. Cual el Axl Rose de los ’90 y el actual, se nos hace difícil conciliar al teen nirvanero con el maduro foofightero de pluma sensible. Pero es siempre Grohl: un artista en estado de rock constante.